Producir un alimento que se va a malgastar supone, más allá de valoraciones éticas y económicas, un derroche de recursos limitados como son la tierra, el agua y la energía, con el consiguiente impacto medioambiental. Según un estudio de la FAO de 2013, el 28% de la superficie agrícola mundial se usa cada año para producir alimentos que luego se pierden o desperdician.
¿Pero qué se hace cuando el alimento que se desperdicia es fresco?
Por las propias características de este tipo de productos (frutas, verduras, carnes, pescados o leche), estos alimentos tienen un lapso de vida más corto. En el caso de los alimentos frescos de origen animal, además, se suma el hecho de que se trata de productos de difícil conservación. La obligación de mantener su frescura y la necesidad de dar la garantía absoluta de un consumo seguro hacen que este tipo de alimentos se descarten y se destruyan con mucha más facilidad.
Sin embargo, no siempre el desperdicio de alimentos frescos ocurre cuando las características de calidad o seguridad los hacen inapropiados para su consumo.
El desperdicio de alimentos frescos en el campo tiene que ver principalmente con causas económicas y comerciales. Muchas cosechas dejan de recogerse porque el precio del mercado no cubre los gastos de recolección y distribución. Dicho de otra manera: el agricultor prefiere perder la cosecha antes que malvenderla a un precio inferior a su coste.
En otras ocasiones, existe un excedente de producción. Si se prevé que ese excedente en la oferta rebajará el precio del producto, una parte de la cosecha se desechará para generar una “escasez controlada”. Esta medida también sirve para rebajar las exigencias del mercado. En época de abundancia, los estándares establecidos por los supermercados o los propios consumidores suelen derivar en peticiones absurdas. Cuando la cantidad escasea, nuestros estándares de calidad bajan.
Como es obvio cuando se trata de carne o pescado, es mejor no arriesgarse si el aspecto no entra por los ojos. Pero no ocurre lo mismo con las frutas y las verduras, cuyo aspecto no implica un déficit de calidad ni de sabor. Ese desprecio por la fruta “fea” va más allá de que su aspecto sea brillante, uniforme o “bonito”. También solemos ver como defectuosos vegetales o frutas cuyo calibre no es el estandarizado. Con mucha probabilidad, esos vegetales acabarán desechados.
A veces, los vendedores, que conocen los caprichos de los consumidores, rebajan el precio de esos productos. Cosa que, por otro lado, hace que percibamos estos como de menor calidad: “Si es feo y barato, seguro que es malo”. Como es muy difícil darle salida a ese tipo de productos, los distribuidores prefieren no comprarlos. En consecuencia, los agricultores prefieren no recolectarlos.
Cuando los alimentos frescos han caducado y no cumplen los estándares para el consumo humano ni animal, se destruyen o se utilizan para compostaje. Esta tarea la ejecutan las empresas de gestión de residuos, que se encargan de la recogida del material en los propios centros de logística. Esos alimentos desechados cumplen entonces una última función completando así el ciclo productivo de la cadena alimentaria humana.
12-03-2019 / GS1 Perú